Iraragorri Etxea Hotel y Petit Komité restaurante. Txomin Egileor 28, Galdakao, Vizcaia. +34 944 363 601. Habitación doble 82 euros. www.iraragorri.com www.petitkomite.com
Los planes improvisados son los mejores. Nos levantamos el jueves del puente de todos los santos con 4 días por delante y decidimos ir al Guggenheim de Bilbao a ver la exposición de Egon Schiele y Claes Oldenburg. Y claro está, teníamos que buscar un hotel para pasar al menos una noche ya que de Barcelona a Bilbao hay unos 600 kms. Yo tenía entendido que en Bilbao era difícil encontrar hoteles con encanto, pero por suerte Alex encontró esta opción por internet y teníamos tantas ganas de ir que no aceptabamos un no por respuesta. Casi llamamos subidos al coche, y por suerte, el Iraragorri Etxea nos esperaba con una habitación triple en 6 horas. Estábamos entusiasmados.
Al llegar nos recibió la amabilísima María y su hermano Joseba, de apellido Iraragorri y propietarios del caserío. Ellos habían vivido toda su infancia en esta preciosa casa y después de haber sido un gimnasio durante un tiempo, lo han reformado en un pequeño y delicioso hotel de 8 habitaciones. María vive entre Barcelona y Galdakao y Joseba es el que se encarga del hotel normalmente. Al llegar, como no, estaba diluviando, y mi entrada al hotel fue precipitada, pero tuve el síndrome de Stendhal. Y no podía ser de otra manera, ya que lo que sospeché que era el interiorismo de mi amigo Lázaro Rosa Violán, se confirmó horas más tarde. El caserío es antiguo, y le han dado un toque pintando las puertas y porticones de rojo vivo. Y en el interior encontramos este maravilloso comedor, que por las noches se convierte en el apetecible restaurante Petit Komité. Cuando te sientas en estas mesas, no querrías levantarte nunca. La iluminación es muy relajante, combinando la luz natural que entra por las ventanitas rojas y la luz que artificiosamente ha creado Lázaro. Suena de fondo jazz a un volumen envolvente y se crea un entorno de paz y delicia. Todo lo que te rodea es bonito, pero sobretodo es así porque se hace con cariño.
Los desayunos para mí son lo mejor de los viajes. Te despiertas con la excitación de no saber qué te vas a encontrar en la mesa y de saber que lo vas a poder degustar todo con calma. En esta caso, el desayuno se compone de cientos de detalles. La luz entrante por la pequeña ventana ya es sinónimo de bienestar. Zumo natural de naranja recién exprimido, un Earl Grey en tetera de hierro, unas tostadas de pan deliciosas, queso, mantequilla, mermeladas, pastel de queso, pastel de manzana y bizcochos caseros varios. En este caso uno especial para los niños en forma de osito. Pero debo reconocer que todo sabe más bueno cuando la belleza te rodea. Cuando te tomas el te en una vajilla de la Cartuja o un china inglés (la anfitriona es una gran amante de las porcelanas) y cuando los utensilios para servir son de plata. Suena Norah Jones. Desayunamos sin prisa, estamos en silencio, dilatamos los minutos, uno lee, el otro mira, los niños entran y salen de jugar con los gatitos del jardín y los camareros se pasean y traen más tostadas y más café. Todo está en perfecta armonía.
Y por la noche, el comedor se abre a los externos y se llama Petit Komité (casualemente igual que el Petit Comité de Barcelona, el cual es propiedad de la família de Alex y motivo por el cual tuvieron que ponerle una “K” a Komité). En el Peitit Komité se puede hacer dos tipos de menús degustación, nosotros hicimos el más sencillo, de 44 euros por persona y consistía en 4 platos: 1. brandada de bacalao, cebolla roja, kokotxa y crujiente de coca, 2. parmentier, guiso de morcilla y cigala, 3. rape, escalibada, aceituna negra y toffee de ajo, 4. solomillo lacado a la mostaza, hierbas y achicoria y de postre pistacho, tartufo de chocolate blanco y melocotón con sauco. Muy, muy bueno.
Mi hijo Simón de 3 años insistía que el Iraragorri no era un hotel, sino una casa. Y es que así nos sentimos en estos 3 días que compartimos con ellos, donde Simón entraba y salía, jugaba con los niños en otras habitaciones, donde María se sentaba con nosotros en la mesa a charlar, donde los cocineros nos hacían una carbonara deliciosa con setas fuera de la carta, donde pedías un tomate y te lo daban de su huerta particular… Tantas cosas buenas podría deciros, que son difíciles de describir porque son sensaciones. Y como bien dijo Simón, nos hicieron sentir parte de su família. Y no sólo pasamos unos días relajados y rodeados de belleza, sinó que además hicimos amigos, y a los amigos hay que irlos a ver de nuevo. Estoy muy orgullosa de nuestro hallazgo y sobretodo porque ahora el Guggenheim para mí queda más cerca.