Hace unos meses Mauricio, mi amigo y compañero de clase de cocina, me dijo que le gustaría combinar sus dos pasiones: la fotografía y la cocina. Le pregunté cómo y me explicó un proyecto muy interesante. A él le encantaría ir a una ONG y cocinar para los habitantes de su país. Mientas, haría un reportaje periodístico y más tarde, lo llevaría a su país, Costa Rica, y haría una exposición para recaudar fondos. Me pareció una idea preciosa y espero y deseo que realmente un día la lleve a cabo. A mí me entraron ganas de hacer algo así, aunque no tengo 24 años ni soy tan libre como Mauricio. Hace unos días, hablando con otro compañero mío de clase, Roberto que es de Chile, también me comentó que le gustaría hacer algo similar. Busqué en internet y encontré que existían los Cocineros sin Fronteras. No sé si hacen exactamente lo mismo, pero son chefs unidos contra el hambre y en todo caso, demuestran que los cocineros no deberían tener fronteras en ningún ámbito.
Casualmente la misma noche que hablé con Roberto, ví un programa de Jamie Oliver en el que también hacía una buena causa y hacía de cocinero sin fronteras. Dejó a su família durante 3 meses para instalarse en el pueblo de Estados Unidos donde hay más obesos. O sea, en el pueblo donde hay más obesos en el país donde hay más obesos del mundo. O sea, en la meca de la obesidad. Su proyecto consistía en la reeducación alimenticia en un lugar donde, por culpa de la mala almientación, la gente tiene una esperanza de vida de 10 a 15 años menos. Decidió empezar por la escuela, donde los niños eran el pueblo del futuro y quien tenían que coger un buen hábito alimenticio desde pequeños. Llegó al colegio y a las 7:40 de la mañana servían a los niños el desayuno. El “desayuno” era un trozo de pizza (sí, sí, a las 7:40 de la mañana) y un botecito de leche. La leche la podías escoger entre entera, desnatada, de fresa o de chocolate. Está claro que en las bandejas de estos niños abundaba el color rosa y el marrón. Si el día comienza así, podéis imaginar cómo continuaba. Jamie, que estaba en la cocina, preguntó qué había para comer. Le contestaron: nuggets y puré de patatas. “Bien” dijo, “vamos a empezar a pelar las patatas”. Las cocineras se rieron en su cara y le dijeron que su puré consistía en añadir agua a un preparado en polvo. Jamie estaba petrificado leyendo los ingredientes (colorantes, conservantes y quien sabe qué) de este supuesto puré. Además, le dijeron que al hacerlo, no dejara de removerlo porque se quedaba apelmazado y como una piedra si bajaba la temperatura. Los niños comieron nuggets rebozados untados en salsas a escoger y “puré” y de postre fruta, que apenas nadie tocaba e iba directa a la basura. Estupefacto, Jamie les enseñó a los niños unos tomates y les preguntó “What is this?” y le contestaron: “Potatoooooesss”. Al día siguiente Jamie preguntaba a los niños qué habían cenado y las respuestas más comunes eran: pizza o nuggets. Lo mismo que habían desayunado y comido. En su dieta no entra el verde. No sé cómo acabó la historia, porque el pueblo sentía que se alimentaba de maravilla y se sentía totalmente molesto ante la llegada de la figura de Jamie dispuesta a revolucionar los hábitos alimenticios de esta gente y reeducarlos. No hay más ciego que el que no quiere ver. La tarea de Jamie es complicada, pero es un verdadero activista nutricional y con eso consigue traspasar las fronteras como cocinero. Me consta que en su serie Food Revolution, hizo lo mismo en las escuelas de Inglaterra.