Un año y medio. Sí un año y medio es lo que hemos tardado en poner fecha a esta cena que finalmente logramos hacer el viernes pasado en la preciosísima casa de Fabian y Mónica junto con Juanra y Cris. Las expectativas eran altas, pero las superaron con creces. Ya llevaba tiempo oyendo hablar de las bacanales de Fabian, pero nunca me imaginé que llegaban a este nivel de profesionalismo y exquisitez. Fabian proviene de una familia uruguaya de gran tradición en la restauración y en concreto, en el arte de la cocina italiana. De hecho, de los 14 a los 21 años, Fabian estuvo ejerciendo de pizzero en su negocio familiar y de ahí, junto con su exquisito gusto por hacer las cosas bien (sinó mirad su estudio de diseño byTalking), aprendió parte de su arte. Nos citó a las 19:30 para poder elaborar la pasta entre todos, pero Fabian ya llevaba horas cocinando. El aroma que se percibió cuando cruzamos el umbral de su puerta ya nos dibujó una sonrisa en la boca y una ilusión en la mirada. Entramos a la cocina, que es de esas cocinas vividas que tienen alma y carácter, y vimos a Fabian cortando unas maravillosas pizzas (de cebolla y margarita) que había hecho para sus niños. Sí, sí, como aquel que no quiere la cosa, con toda naturalidad, como si fuera la cena cotidiana. Y es que así es, porque durante la cena, cuenta Mónica que cuando años atrás (antes de ser padres) llegaban de marcha a las tantas, les daba por comer pizza, pero claro, empezaban de cero, hacían la masa, la dejaban fermentar, la extendían, la decoraban y al horno. Con esto os lo digo todo.
Las pizzas son gordas, con una masa suave y esponjosa de las que no olvidaré. Y es que me cuenta Mónica que Fabian no hace cualquier masa, sinó que investiga qué proporciones de cada ingrediente son más adecuadas para cada plato. El nivel de estupefacción aumentaba, igual que la ilusión por estar ahí y vivir esta maravillosa coreografía. En el caso de estas pizzas, la masa es igual a la de Pizzarium, una pizzería muy pequeña cerca del Vaticano que tiene una barra donde sólo cabe una persona y que trabaja con masa madre desde hace más de 80 años.
Al llegar, la cocina nos acogió con calor, porque es una de esas cocinas donde se cocina de verdad, donde no importa el desorden (ordenado) porque en esa naturalidad radica su belleza. Las paredes son verdes, las lámparas vintage, los muebles antiguos, la mesa de madera vieja, las sillas recuperadas… una de las cocinas más bonitas que he visto. Sentí envidia de la buena, y me dije a mi misma “Este es el ambiente en el que quiero que crezca Simón”.
Cómo íbamos a trabajar entre todos (al menos esa era la idea, pero al final hicimos más bien de expectadores mientras veíamos a Fabian bailar el vals), los anfitriones ya se habían preocupado por mantenernos entretenidos con un bol de parmesano con tomates secos, unas olivas con pepperoncino, un trozo de pan con hierbas recién hecho y unas deliciosas pizzas. Ah! Y una curiosidad, romero y salvia frita con aceite y un poco de ajo, absolutamente sorprendente y delicioso. Tuto buonisimo, per morire veramente!
Mientras, con una A.K. Damm en mano, y después de que el asombro nos dejara reaccionar, empezamos a ayudar. Hicimos garganelli, plato típico del norte de Italia que es una especie de macarrón enrollado manualmente. Se hace con exactamente 40 yemas por kilo de harina. Fue un espectáculo vero todas esas yemas preciosas juntas (de unos huevos blancos que por lo visto tienen la yema de color más intenso) mezclarse con la harina blanca. Trabajamos la masa con convicción y tras pasarla por la máquina de hacer pasta y dejarla en láminas finas, las cortamos a cuadraditos y las enrollamos con un arricchiagnocchi que es un pequeño instrumento de madera formado por una especie de tablita rayada (para que la salsa pueda meterse entre las ranuras y sea más sabrosa) con un palito de madera donde envolveremos la pasta.
También hicimos ravioli, unos rellenos de espinacas y queso ricotta y otros de berengenas con spek. Fabian puso todo a hervir a la vez, los ravioli y los garganelli y lo sirvió al más puro estilo Jaimie Oliver, con decisión, espontaneidad y frescura. El plato era inolvidable: entre la pasta, encontramos funghi porcini (aportando carácter y personalidad), tomates cherry (previamente pelados y hechos en el horno con aceite y orégano, tan buenos que se te deshacían en la boca y le aportaban ese toque de acidez y frescura al plato), unas hojas de albahaca (el aroma de la albahaca fresca es para mí inmejorable). Y encima de todo, un grana padano rallado. Y de postre, como no, un tiramisú home made que hizo Fabian con arte en tiempo record. No tengo palabras para explicar a qué sabía todo lo que degusté, es lo más cercano a la perfección que he vivido, y no sólo porque estaba todo exquisito, sinó por la magia de la cena, porque todos participamos en el proceso, porque lo valoramos, lo vivimos, contamos historias, reimos, disfrutamos… y eso para mí puede llegar a dejar la comida en segundo plano. Pero no fue el caso, sinó que la cena, además sumó, y mucho, e hizo que fuera, como he dicho antes, inolvidable. Gracias amigos.